Son las 13’00 horas. Aperitivo en Trafalgar. Así se llama el lugar de siempre, de la ciudad de siempre...El lugar en el que no hace falta quedar, porque siempre acude todo el mundo conocido por allí. El lugar del aperitivo de mediodía o de los vinos en la tarde.
Allí está Jon, el chaval vasco que parece haber venido al mundo solamente para servirle. Le llama “marqués” y eso le gusta. Le permite que mantenga ese “nombrecito” que denota confianza porque Jon es Jon y por una historia del pasado que ahora no viene al caso. En una servilleta del local escribe el nombre del camarero y lo guarda en la pitillera. También escribe Ernesto en otra... Qué extraño!, no acude nadie a la cita. Sin decir nada, unas aceitunas y un martini bianco. Y el diario de hoy. Le gusta leer la prensa en ese local. Hay periódicos internacionales y eso le permite seguir los acontecimientos más importantes que van pasando en lugares visitados o vividos por él. Sólo lee esas secciones y con un golpe de vista compra un par de alas y desea cada vez abandonar un planeta que le resulta incomprensible, planeta en el que vive porque, por el momento, no se puede en ningún otro lugar de la galaxia...
Trafalgar es un lugar especial, tranquilo, sin televisores estridentes y sin gritos. Un lugar limpio y sereno. Además, le gusta el ruido tenue de las cucharillas de café que golpean respetuosamente el borde de las tazas y el olor. El olor de aquel local es fantástico, recio, agradable, masculino.
Al fin llega alguien. Ernesto le hace reverencias y genuflexiones, como siempre...y, como siempre, le hace reír. Pregunta como se encuentra el señor marqués, qué tal el viaje, cómo encontró todo al regresar... hace broma de todo y comienza a criticar a unos y otras... es su especialidad: hacer burla de todas las situaciones, relativizar lo más grave y hacer payasadas sin interrupción. A él le alegra la visión de aquella especie de fanfarria humana... necesitaba reírse un rato y Ernesto siempre lo consigue. Acaba de entrar Anita, compañera de trabajo y santa. Si, santa, o santísima, según se mire... porque lo que esa criatura aguanta no es de este mundo, es, sin duda, sobrenatural. –Porqué pones mi nombre en ese papelito plateado?, pregunta Anita. Nada, cosas mías, dice él. Tendrá que contar su viaje en otra ocasión. Se hizo demasiado tarde y no acudió nadie más. -Yo pago, dice. Anita no lo permite. Ernesto está en el baño, como siempre a la hora de pagar. Jon sonríe tras el mostrador mientras seca cuidadosamente los platillos del servicio. Ahora saca lustre a una bandeja. Su rostro se refleja en ella y un reflejo cae sobre el mármol de la mesa donde están él y santa Anita – ora pro nobis pecatoribus-. Se cruzan las miradas y no le queda más remedio que decir una de esas frases que sirven para cualquier situación... esta vez la frase escogida es: “bueno, en fin, habrá que hacer algo de provecho”.
Antes de cruzar la acera, mira el rótulo del local. Mira a Anita alejarse junto a Ernesto que, como siempre, camina como si interpretase continuamente, como si la alegría de vivir le hubiese poseído, como si el sol se le hubiera metido entre pecho y espalda.
Anita sufre hasta cuando disfruta de su vino blanco... mártir santificada a golpes secos de injusticias vividas. Ahora la vida le dio tregua: un trabajo estable, una perrita que le hace compañía, una amiga que la escucha. Pero los surcos de la cara quedaron como marca indeleble de todo lo que tuvo que pasar, la pobre!. Pero ella no quiere dar pena. Con su voz de monjita buena y su aspecto siempre tan pulcro y aseado, Anita es, para él, uno de esos seres especiales que le hacen confiar en que la naturaleza humana no está del todo podrida... quedan seres de luz que iluminan el breve espacio en que uno se encuentra bien. La quiere más por lo que representa que por sí misma, pero la quiere.
En la E, en la J, en la A tres nombres más. Y en la M el pañuelito bordado que su madre llevaba siempre escondido en la manga derecha de la blusa. Punzada en el pecho. Rayo de sol de finales de agosto. Olor desagradable al pasar junto a los contenedores.
Trafalgar es un lugar especial, tranquilo, sin televisores estridentes y sin gritos. Un lugar limpio y sereno. Además, le gusta el ruido tenue de las cucharillas de café que golpean respetuosamente el borde de las tazas y el olor. El olor de aquel local es fantástico, recio, agradable, masculino.
Al fin llega alguien. Ernesto le hace reverencias y genuflexiones, como siempre...y, como siempre, le hace reír. Pregunta como se encuentra el señor marqués, qué tal el viaje, cómo encontró todo al regresar... hace broma de todo y comienza a criticar a unos y otras... es su especialidad: hacer burla de todas las situaciones, relativizar lo más grave y hacer payasadas sin interrupción. A él le alegra la visión de aquella especie de fanfarria humana... necesitaba reírse un rato y Ernesto siempre lo consigue. Acaba de entrar Anita, compañera de trabajo y santa. Si, santa, o santísima, según se mire... porque lo que esa criatura aguanta no es de este mundo, es, sin duda, sobrenatural. –Porqué pones mi nombre en ese papelito plateado?, pregunta Anita. Nada, cosas mías, dice él. Tendrá que contar su viaje en otra ocasión. Se hizo demasiado tarde y no acudió nadie más. -Yo pago, dice. Anita no lo permite. Ernesto está en el baño, como siempre a la hora de pagar. Jon sonríe tras el mostrador mientras seca cuidadosamente los platillos del servicio. Ahora saca lustre a una bandeja. Su rostro se refleja en ella y un reflejo cae sobre el mármol de la mesa donde están él y santa Anita – ora pro nobis pecatoribus-. Se cruzan las miradas y no le queda más remedio que decir una de esas frases que sirven para cualquier situación... esta vez la frase escogida es: “bueno, en fin, habrá que hacer algo de provecho”.
Antes de cruzar la acera, mira el rótulo del local. Mira a Anita alejarse junto a Ernesto que, como siempre, camina como si interpretase continuamente, como si la alegría de vivir le hubiese poseído, como si el sol se le hubiera metido entre pecho y espalda.
Anita sufre hasta cuando disfruta de su vino blanco... mártir santificada a golpes secos de injusticias vividas. Ahora la vida le dio tregua: un trabajo estable, una perrita que le hace compañía, una amiga que la escucha. Pero los surcos de la cara quedaron como marca indeleble de todo lo que tuvo que pasar, la pobre!. Pero ella no quiere dar pena. Con su voz de monjita buena y su aspecto siempre tan pulcro y aseado, Anita es, para él, uno de esos seres especiales que le hacen confiar en que la naturaleza humana no está del todo podrida... quedan seres de luz que iluminan el breve espacio en que uno se encuentra bien. La quiere más por lo que representa que por sí misma, pero la quiere.
En la E, en la J, en la A tres nombres más. Y en la M el pañuelito bordado que su madre llevaba siempre escondido en la manga derecha de la blusa. Punzada en el pecho. Rayo de sol de finales de agosto. Olor desagradable al pasar junto a los contenedores.
1 comentari:
Alguns estem esperant el capítol 5...
Un abraç amic.
Publica un comentari a l'entrada