Desde que su madre le avisó para que la llevara a las fiestas del pueblo, le rondaba la idea de marcharse y pasar allí, en la casa familiar, los tres meses que necesitaba para encerrarse en sí mismo y preparar el examen. 60 temas complejos de lenguaje enrevesado que requerían la ordenada vida de un monje en claustro de alabastro. Madrugar, desayunar con profusión y lentitud para digerir bien, ducha y al tema… comida, café y al tema… y así sucesivamente…
La casa del pueblo llevaba años cerrada. Habían decidido traer a la madre a la ciudad, por la edad y por no hacer tantos kilómetros cada vez que la vesícula biliar le retorcía los intestinos y le borraba el color de la cara a la señora. Al contrario de lo que se podía esperar, mamá se instaló en su piso de barrio en una de esas calles de buen vecindario. Pronto hizo amigas, infusiones en el bar de la esquina, partidas de cartas y mucha, mucha conversación… Al pueblo solo era absolutamente necesario volver para el Cristo. Él la llevaba gustoso. Ella se ponía su mantilla de blonda y compraba sus velas azuladas para buscar la protección y el consuelo de la fe. Él subía al cerro y fumaba todo lo que se puede fumar mientras escuchaba a lo lejos el redoble del tambor y el volteo de campanas… los cigarrillos se consumían casi tan rápido como las cerillas. Siempre hacía lo mismo: fumar compulsivamente en la pequeña montaña que abrazaba su pueblo mientras la gente seguía paso a paso la cadencia de la marcha de procesión. Al escuchar el toque final de campanas se metía en el coche y esperaba a su madre en casa estirado en el sofá…
-¿Nos vamos ya o quieres pasar a saludar a alguien más?... Cuando quieras, entonces…
En el cerro observó los cabellos dorados de aquel tipo que le daba la espalda. No era del pueblo, porque en el pueblo todo está controlado, todos están registrados, nadie es extrañado hasta que no “falta”… CHRISTIAN, así se llama el rumano que pasea a su perro mientras todos los pies del pueblo se acompasan en la procesión… casi todos…
- Mamá, te dejaré en el piso y me vuelvo mañana mismo al pueblo, está decidido… Necesito concentrarme…
Recogió algunas cosas del piso: los apuntes, el bañador, el portátil… Creo que no se le olvidó nada. Bueno, en las tiendas del pueblo habrá lo imprescindible.
Al llegar, de nuevo, tres días después, los banderines de las fiestas habían sido ametrallados por un pedrisco tremendo. Cuando se invoca a los santos pidiendo lluvia, a veces, pasan estas cosas. Entró en la casa en la que había pasado toda su infancia. Se tiró en la cama de cuerpo y medio con dosel en la que había nacido. Se miró en el espejo polvoriento de la alcoba del primer piso y se vio atractivo, aunque las canas comenzaban a pintarle ya en las patillas.
Llegó Christian. Un mono blanco lleno de manchas azules y los auriculares puestos. Se los quita, saluda, le habla de “usted”. Despliega la escalera y pincha con un destornillador el bote de pintura hasta destrozarle los morros de latón. Remueve con un sarmiento la densa nata y moja la brocha nueva. No silba, no canturrea… Su lacia melena se mueve al compás de las pinceladas. Él no puede creerlo… venía a estar solo, a estudiar como loco, a encerrarse en la recámara de sus pensamientos. Mamá ha decidido pintar la casa este verano. Toda la casa, estancia por estancia. Y no me dijo nada en el coche ni a la ida ni a la vuelta… ¡esa mujer!...
Lleguemos a acuerdos razonables, Christian… Nada de música mientras pintas. Nada de hablar de usted, y paramos juntos a fumar. -No problema!..., contesta el rumano… -Pero yo no fumo tanto como tu!.
Desde ese mismo día Christian se convirtió en una de las personas más especiales que jamás conoció. Un hombre inteligente que decidió marcharse de Rumanía y que se gana la vida trabajando en cientos de oficios diferentes. Todo lo hace bien… pero su virtud más destacada es que no pretende nada nunca… sólo vive y deja vivir. Aquel verano se convirtió, por obra y gracia de Christian, en “el verano”. El olor de pared recién pintada, el cloro de la piscina, los montones de ollas, cazuelas y sartenes en la pila; los cigarros en el huerto, las risas. Amigos por dos meses. Todas aquellas sensaciones se grabaron de tal modo en él que, cada vez que siente punzadas en el pecho, trata de recuperar alguna de aquellas cosas: olores, sabores, colores...
Christian terminó su trabajo y se marchó con una cuadrilla de encofradores a Portugal. Estuvieron un año sin verse… sólo algún telefonazo de vez en cuando y muchas, muchas cartas… de las de toda la vida: de tinta y sudor.
Sacó la oposición con buena nota y esto le llevó a la posición económica en la que ahora se encuentra. Toda la familia vio seguridad y seriedad en su rostro desde aquel verano. Y nadie, absolutamente nadie de “su entorno” conoció jamás a Christian.
Suena el teléfono… casi nunca lo coge. Pero hoy hubo suerte:
- Hey, Cristian, tio… en dónde te metes, vampiro!!!... Tengo un plan… Te vienes a visitar conmigo las obras del viaducto del tren de alta velocidad?... Una pasada…!
Christian era ese amigo fiel con el que siempre se cuenta. Amigo solamente suyo (al menos eso le gustaba creer). Con él hacía los planes más pintorescos: visitaron el cementerio judío de Praga juntos. Fueron a ver cómo las gaviotas rebuscan entre toneladas de basura en la planta de tratamiento de residuos. Comieron mazorcas asadas de maíz después de recorrer a pie un enorme campo y de dejar el coche en el arcén de la autovía con las luces de avería puestas durante horas. Le llevó a ver zarzuela a Madrid (algo que nunca confesaría a nadie) y contemplaron cómo ardía un edificio de 12 plantas desde la terraza de otro contiguo mientras se comían una sandía.
Con él podía plantear las cosas más absurdas y los planes más extraños sin sentirse raro o extraño. Con su amigo todo discurría con la naturalidad con la que uno abre la tapa de un yogurt. Sólo con Christian.... él era el único con el que no necesitaba hacer ninguna pose, ni pensar lo que iba a decir o hacer.
Christian es azul. En un papel de seda de los que tiran por el campanario abajo cuando entra el Cristo en la iglesia. Un papelillo de “aleluyas” tiene ahora el nombre del amigo particular, del rumano que acompañó su vida retirada aquel verano, que le devolvió los buenos sentimientos hacia su pueblo. Nunca más volvió a subir al cerro a fumar. No podría sin emocionarse. Y un hombre como él no se emociona, y menos en público… sólo Christian le podría ver llorar, sólo a él se lo permitiría.
Pero Christian nunca está. Siempre anda en otro lugar, a muchos kilómetros. Se encuentran cuando se puede: o sea, casi nunca. Nunca anda haciendo lo mismo. Es un nómada cuyo único objeto en la vida parece ser que vientos diferentes levanten su melena y enreden esos cabellos…
Christian siempre se va. Pero siempre está ahí: en el cajón de la CH. En casa hay una lata de cerveza vacía en un armario de la cocina. La única vez que estuvo en su piso fue para tomar una cerveza, una sola. Y jamás tiró la lata… Ahora una pila de platos de postre que nunca usa arrinconan esa lata al fondo.
“santo Cristo del Calvario
desde el cerro, faro vigía.
Acompañadnos en la muerte
y guiadnos en la vida”.
-Este cigarro en tu honor… Christian.
Un humo denso desdibujó la imagen del amigo… No podía creerlo. Después de 9 meses reencuentro… junto a la estación del norte. De allí a las obras del tren unas horas de conversación y risas en el coche. Cena en carretera y hasta la próxima… Así era siempre, o casi siempre.
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