Christian había pasado unos meses en una cárcel en su país. Nadie lo sabía. Nadie excepto él. Andaba por este país desde hacía unos años y jamás quiso revelar “su gran secreto”. Él lo descubrió casi sin querer y le dio la misma importancia que se le da a perder el mechero en una tertulia de amigos…
Esto había hecho indestructible su amistad. Compartían confidencias como se comparte una bolsa de “gusanitos”.
- Nunca nadie había reaccionado así ante la revelación de mi pasado… No le cuento nunca a nadie, pero la gente acaba enterándose…
Hay una cascada junto a los molinos del río. Si hay suerte, se puede dar uno un baño sin que nadie moleste. Y hubo suerte. Aquel sábado de julio nadie bajó al río salvo ellos dos. Cruzaron el pontón y las piedras que permiten vadearlo y llegaron, siguiendo la intuición del sonido hasta la pequeña catarata de agua cristalina.
A pocos pasos de allí escucharon risas y un par de tiros… Cazadores, seguramente. Allí descubrió él el tatuaje que Christian escondía en la cadera derecha. Una pequeña estrella de cinco puntas. No preguntó, pero Christian habló: -me lo hice en la cárcel.- dijo-. Aha! – respondió él.
- No dices nada?... – sobre qué ?- dijo él.
Regresaron al pueblo por otra senda. Un recuerdo infantil le quiso llevar hasta un cerezo mítico que siempre era asaltado por aquella manada de niños gamberros al terminar el cole en las tardes de junio. El cerezo ya no estaba. En su lugar un montón de escombros y las ruinas de una furgoneta. Como un chaval se puso a investigar por dentro del coche abandonado. Encontró un llavero roto, un guante agujereado y un pendiente de plata. Se lo llevó en el bolsillo trasero.
En el mueble de las letras no sabía dónde colocar aquel pendiente. Si hacía caso del diario que daba cuenta del macabro hallazgo: “las fuerzas de seguridad han encontrado el cadáver de una joven de unos 25 años semienterrado bajo unos chopos en la localidad de ….. Según algunas fuentes podría tratarse de los restos de la desaparecida J.M.S….”
Por el pueblo corría el rumor de que se trataba de una extranjera borracha que apareció en las fiestas y nunca más se supo. Una tal Helga o Hilda o… Entonces, ¿en la J o en la H?. Ningún dato más, nada de nada.
Ellos vieron aquel cadáver semienterrado cerca de los escombros y la furgoneta. No se dijeron nada uno a otro. Él sintió una fuerte punzada en la boca del estómago y se retiró tres o cuatro pasos. El silencio les acompañó al menos dos o tres días. Pintaba en silencio, estudiaba en silencio, fumaban en silencio… Hasta que lo rompió Carmen, la vecina con sus gritos. Les llevó empanada y vino casero. Le dieron un beso de agradecimiento y comieron. – Oye, igual deberíamos decir algo a alguien (dijo Christian). – Algo de qué? (contestó él). – de la muerta…
- No tengo costumbre de responder preguntas que nadie me ha hecho, ¿comprendes?. Uno, a veces ve cosas… y ya.
- Está bien, hombre. No me hagas caso… - dijo el rumano.
- Además mejor callarse. Lo digo por lo de la cárcel y eso.
- ¿Y eso qué tiene que ver?...
- No se… igual no conviene… ¡Bah! A la mierda con la muerta!.
Aquel incidente le venía acompañando hasta hoy. Salió algún pedazo de aquella visión en algún sueño de invierno. Incluso le había inclinado a levantar la cabeza y estirar el cuello cuando andaba por el campo, el bosque, los parques… para no mirar al suelo, para no reinventar aquella
putrefacción entre la hierba y los hierros oxidados.
Sin duda aquella muerta tenía que estar en su colección de nombres. Finalmente el pendiente fue a parar al cajón de la M, para hacer compañía a Milagros (la tía soltera), Manuel, Montxo, Miguel, María (con este nombre había seis personas distintas) y Marc. -¿La muerta con Marc?.- se dijo-. No le gustaba la idea… pero así son las cosas del alfabeto: inexorables y ordenadas, sin excepciones.
****
Pegados a la impresionante columna de hormigón, en el fondo de aquel barranco, se sintieron como pretendían: como dos pajarillos indefensos, como seres insignificantes, como una hoja que arrastra la corriente en la acequia. Y Christian le aportaba la dosis de confianza y seguridad que contrarrestaba aquella sensación de finitud y vulnerabilidad. Miraba hacia arriba con ojos de espanto. Una enorme pieza de hierro colgaba sobre sus cabezas suspendida de un artefacto de cadenas y ganchos. El viento soplaba intenso encañonado entre aquellas rocas sobre las que aferraban sus pies. Y todo se balanceaba: roca, hierro, hormigón...
La cabellera se mete en los ojos y suena el móvil rompiendo todo en mil pedazos.
– ¡Esta tía! – se dijo- parece que está en el mundo para joderme…
No contestó la llamada y, tratando de poner el móvil en silencio, se le escurrió entre las costuras del pantalón y fue a parar al fondo oscuro. – Mierda!. – Siempre tan vulgar y malhablado cuando andas conmigo – dijo Christian-. – ¡Joder!, Christian, tío. Acabo de perder el móvil.
Salieron de allí al cabo de una hora. Consiguieron ver cómo colocaban aquella viga de hierro en su sitio mientras el viento hacía sus cortes en los labios del amigo. Un poco de crema. – ¿Conduces tu ahora?... No, hombre. Mejor tu – contestó Christian. Giró la llave y no escuchó el motor. El cambio de presión de había dejado medio sordo.
Hablaron y hablaron durante todo el trayecto. Habló más él que el rumano, como de costumbre y llegaron a la ciudad de madrugada.
Christian se quedó en el andén de la estación del norte, como siempre. Y fumaron un par de cigarros hasta que salió el tren. Nada de despedidas y ninguna frase que sonara a la posibilidad de próximos encuentros.
- Ha sido alucinante, ¿no tío?... aquellos gigantes encima de nuestras cabezas.
- Cuando levanten la última planta del Gran Hotel, nos colamos de noche en la obra y subimos hasta lo más alto del andamio. ¿de acuerdo, amigo? – dijo Christian-
- ¡Hecho!. Estamos pendientes de eso y quedamos.
Hicieron el gesto inconfundible y olieron juntos a gasóleo junto a las vías. Le dio una canica a Christian. Él las ponía juntas en una bolsa y las colgaba de una de las barras de madera de su cama. Ya debía haber 12 o 13 de aquellas bolitas de vidrio. Tantas como encuentros con su amigo.
Esa noche durmió plácidamente, pero al despertar le vino a la memoria la imagen de la muerta. Entró en el vestidor y se puso una camiseta blanca de tirantes. Miró su mueble de niña repleto ya de muchos nombres y pequeños objetos. La mancha que hizo la leche ardiendo había adquirido el color de la herrumbre. Se frotó los ojos y volvió a verla. Como cera, llena de tierra negra y verdín. Ni el agua de la ducha limpió aquella sensación y creyó verse junto a las caderas manchas azuladas de cadáver. Volvió a la cama. Sin móvil nadie le molestaría en aquella mañana.... Sonó el fijo. Saltó el contestador. Anita, con su voz angelical, pedía perdón si es que le había despertado... - como no me coges el móvil, me preocupé - dijo en el mensaje-...
En su imaginación, el rostro de la muerta y la voz de Anita se fundieron como si se tratase de la misma persona. En las yemas de sus dedos, el roce con una piel limpia - su propia piel- que ahora le asqueaba sin motivo alguno. En la galería del edificio la voz de la vecina de arriba que entona un cántico religioso - al menos eso le parece a él-... "yo pequé... Jesús, perdón... yo pequéeee"...
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