2010/06/26

Illa


Quan el món semblava ser un plat ple d'aigües que sobreeixien per les vores. Quan els mapes situaven la Mediterrània al centre del món conegut... Tres illes menudes hi estaven al mig... i continuen ahí: Gozo, Comino i Malta... un altre país.
La gent feia parada en aquelles illes a mitjàn camí: comerciants, corsaris, navegants i viatgers. Aquella gent arreplegava pedres per aquelles illes i se les emportava perquè creien que estaven carregades d'una energia singular. Els cavallers portaven aquelles pedres a les donzelles i amants per atreure l'energia del centre de la Terra.
Ara anirem a buscar aquella energia. Un home tan descregut d'essoterismes con jo mateix en sap ben poc d'aquestes coses. I de centres, ja n'hi ha prou amb saber si hi ha el centre d'un mateix i si es pot trobar en una ocasió qualsevol de la vida.
Anem i tornem i esperem que siga bo... senzillament això s'espera del viatge al centre de la Mediterrània. Al nord Itàlia, al sud l'Àfrica, cap ací la Península Ibèrica i cap allà Xipre i Palestina... i al mig tres i dos i qui sap què més... Un altre pais: mig italià, mig moro, mig britànic. Altra llengua, música, clima, carrers, platges i gent... I vore gent torba tant!.
El Javi m'ha passat un llibre per ambientar: "Corsarios de Levante" (Arturo Pérez-Reverte), Capítol VI: La Isla de los Caballeros. Veurem que ens porta l'experiència... De moment ja hem "signat".

Capítulo 7. Letra incógnita


Después de lavarse la cara de nuevo, se decidió a abrir las cartas. Rasgaba los sobres con parsimonia y no ponía demasiada atención en el contenido. Todas eran formalidades, facturas, avisos e informaciones. Nada personal. Sólo Christian enviaba cartas verdaderas, en tinta azul y con retazos de alma impresos entre líneas.

En la factura del teléfono se puso a escribir nombres y más nombres. Esto le serviría para revisar a fondo su colección y para saber cuantos contactos telefónicos se habían perdido bajo los pilares del viaducto. Iba apuntando nombres propios y subrayando los que creía que formaban parte de su agenda telefónica. Se dio cuenta, al cabo de un rato, de que algunos contactos serían irrecuperables. La desazón le provocó una leve taquicardia. Tendría que contestar al teléfono sin saber quién llamaba, iría recuperando nombres y números progresivamente con una especie de tenue pánico: el miedo de coger el teléfono sin saber a quién encontraría al otro lado. Esta sensación le ponía nervioso, pero la pérdida del móvil traería esta y otras complicaciones.

Había iniciales para todos los cajones, menos para uno… Había un centenar de nombres subrayados, un buen número de contactos perdidos quién sabe si definitivamente, en algún caso. Gente del trabajo, amigos, familiares, personas, personajes y personalidades… Pero nadie, absolutamente nadie cuyo nombre comenzase por aquella letra. Conoce gente de muchos países. Nombres extranjeros y grafías imposibles. Pero nadie comenzaba por …

- ¡Qué extraño! – se dijo… A ver, un pequeño esfuerzo… seguro que hay alguien…

Rebuscó en su memoria e hizo todas las cosas que solía hacer en un día como aquel pensando solamente en nombres y más nombres. Trazó un mapa imaginario en su mente y fue recorriendo pueblos, países, calles y avenidas con la imaginación. En cada uno de esos lugares recordados surgían nombres y más nombres más o menos significativos. Y no hubo suerte… no salía nadie cuyo nombre comenzase por aquella letra. Anita, Bernardo, Carlo, Damián, Ernesto, Federica, Germán, Herminia, Ives, Joan, Karl… Persiguió el abecedario y llenó montones de papeles de nombres… y no hubo suerte…

En estos casos hay que hacer como cuando se pierde un objeto cotidiano: distraer el pensamiento, no obsesionarse y dejar pasar un buen rato. Pasado ese intervalo de tiempo, el objeto perdido aparece sin más, sin buscar, sin ponerse nervioso… Siempre le funcionaba eso y se convenció que esta vez también funcionaría. Dejaría el asunto en manos de la nada y seguro que surgiría en su memoria aquel nombre buscado que completaría la colección.

Seguía aturdido por la escapada con Christian, por el viento recio, la impresión de inmensidad y las horas de coche. Habrá que sumar el dolor de cabeza intenso que provocó la catarata de nombres que alumbró en su mente durante todo el día.

Volvió a sonar el teléfono… calmó la inquietud de Anita que ya estaba imaginando los pormenores de su entierro – siempre se ponía en lo peor, la pobre- y salió a comprar un nuevo teléfono. Se puso su uniforme de marqués, como un pincel… caminaba por las aceras como si acabase de bajar de un hermoso caballo… con altivez y poderío. Llegó a la tienda y, sin escudriñar demasiado, compró un móvil carísimo, lo activó y llamó a Christian. Era uno de los pocos números de teléfono que sabía de memoria.

- Hola, tío… soy yo… graba este número en tu agenda. Si, es mi nuevo número. Acabo de comprar un terminal nuevo.

Al otro lado Christian moría de la risa al escuchar el término “terminal” para referirse a ese trasto que todo el mundo llama “el móvil”…

- Mira que eres capullo, rumano – dijo él- No te burles de mi, hombre.

Las risas le agudizaron la presión que sentía en la cara, en las sienes.

Tomó un calmante y decidió salir a caminar. Era noche cerrada. Muchas veces salía por el parque de noche. Rondaba los álamos y cipreses. Fumaba un único cigarro en el mismo banco de siempre y acariciaba al mismo perro callejero que tenía la costumbre de pedirle un poco de cariño con su hocico entre las piernas.

Ya en la cama, la imagen de la muerta reapareció entre la multitud de nombres que caían como piezas de “tetris” sobre la pantalla negra de su mente. Se desplazaban a velocidad media de arriba abajo… Luis, Leandro, Lidia. M, N, Ñ, Oscar, Olatz, Ofelia. X, Y, Z… El abecedario seguía incompleto.

La oreja de la muerta hacía de “fondo de escritorio”, de imagen difusa bajo los nombres que no paraban de caer y diluirse al llegar abajo. Una oreja sin pendiente, Un pendiente sin oreja.

Iba a llamar a su médico, pero nadie toma bien una llamada de madrugada si no es por algo realmente importante. Y su fuerte dolor de cabeza no era tan grave como la guerra de Afganistan.

- déjalo ya, tio…-se dijo- . Mañana será otro día… seguro que hay alguien…

Lo cierto es que esta letra imposible era una letra común y corriente. Nada difícil, nada extraña. Pero resultaba increíble que hubiera conocido a un nórdico cuyo nombre empezaba por ese signo gráfico que parece el del conjunto vacío y que no conociese a nadie con la inicial de una simple…

Jeje… Le entró la risa recordando cómo le conoció y en qué circunstancias. Fueron los tiempos locos de garitos, cócteles y ropas estrafalarias. Nunca más supo de aquel vikingo borracho, pero si existe la felicidad sólo puede tener dos rostros: de colorado nórdico beodo o el de mujer alemana tumbada panza arriba sobre un enorme tiesto de flores rojas…

La muerta otra vez, las hélices de un helicóptero, la viga de hierro suspendida en el aire, el golpe de viento que le lanzó sobre un bloque de hormigón en el espigón del puerto, el “crack” de su muñeca cuando cayó de la bici, el olor de cebollas podridas del garaje del pueblo, los golpes del camión de la basura en la madrugada, una grapa clavada en el pulgar, un hilillo de sangre en las narices de José en la escuela infantil… imágenes superpuestas, entre tinieblas, recuperadas involuntariamente en la memoria.

Y vino la fiebre. Cuando venía todo alrededor se volvía redondo, grueso, circular…

El puro agotamiento y los sudores le hicieron perder la consciencia por un tiempo, unas horas llenas de relojes enormes, redondos, gruesos…

“el meu xiquet té soneta,

sa mare li cantarà

una copla de fandango

i desprès s’adormirà…”

2010/06/24

Capítulo 6. Herrumbre y Viaducto


Christian había pasado unos meses en una cárcel en su país. Nadie lo sabía. Nadie excepto él. Andaba por este país desde hacía unos años y jamás quiso revelar “su gran secreto”. Él lo descubrió casi sin querer y le dio la misma importancia que se le da a perder el mechero en una tertulia de amigos…

Esto había hecho indestructible su amistad. Compartían confidencias como se comparte una bolsa de “gusanitos”.

- Nunca nadie había reaccionado así ante la revelación de mi pasado… No le cuento nunca a nadie, pero la gente acaba enterándose…

Hay una cascada junto a los molinos del río. Si hay suerte, se puede dar uno un baño sin que nadie moleste. Y hubo suerte. Aquel sábado de julio nadie bajó al río salvo ellos dos. Cruzaron el pontón y las piedras que permiten vadearlo y llegaron, siguiendo la intuición del sonido hasta la pequeña catarata de agua cristalina.

A pocos pasos de allí escucharon risas y un par de tiros… Cazadores, seguramente. Allí descubrió él el tatuaje que Christian escondía en la cadera derecha. Una pequeña estrella de cinco puntas. No preguntó, pero Christian habló: -me lo hice en la cárcel.- dijo-. Aha! – respondió él.

- No dices nada?... – sobre qué ?- dijo él.

Regresaron al pueblo por otra senda. Un recuerdo infantil le quiso llevar hasta un cerezo mítico que siempre era asaltado por aquella manada de niños gamberros al terminar el cole en las tardes de junio. El cerezo ya no estaba. En su lugar un montón de escombros y las ruinas de una furgoneta. Como un chaval se puso a investigar por dentro del coche abandonado. Encontró un llavero roto, un guante agujereado y un pendiente de plata. Se lo llevó en el bolsillo trasero.

En el mueble de las letras no sabía dónde colocar aquel pendiente. Si hacía caso del diario que daba cuenta del macabro hallazgo: “las fuerzas de seguridad han encontrado el cadáver de una joven de unos 25 años semienterrado bajo unos chopos en la localidad de ….. Según algunas fuentes podría tratarse de los restos de la desaparecida J.M.S….”

Por el pueblo corría el rumor de que se trataba de una extranjera borracha que apareció en las fiestas y nunca más se supo. Una tal Helga o Hilda o… Entonces, ¿en la J o en la H?. Ningún dato más, nada de nada.

Ellos vieron aquel cadáver semienterrado cerca de los escombros y la furgoneta. No se dijeron nada uno a otro. Él sintió una fuerte punzada en la boca del estómago y se retiró tres o cuatro pasos. El silencio les acompañó al menos dos o tres días. Pintaba en silencio, estudiaba en silencio, fumaban en silencio… Hasta que lo rompió Carmen, la vecina con sus gritos. Les llevó empanada y vino casero. Le dieron un beso de agradecimiento y comieron. – Oye, igual deberíamos decir algo a alguien (dijo Christian). – Algo de qué? (contestó él). – de la muerta

- No tengo costumbre de responder preguntas que nadie me ha hecho, ¿comprendes?. Uno, a veces ve cosas… y ya.

- Está bien, hombre. No me hagas caso… - dijo el rumano.

- Además mejor callarse. Lo digo por lo de la cárcel y eso.

- ¿Y eso qué tiene que ver?...

- No se… igual no conviene… ¡Bah! A la mierda con la muerta!.

Aquel incidente le venía acompañando hasta hoy. Salió algún pedazo de aquella visión en algún sueño de invierno. Incluso le había inclinado a levantar la cabeza y estirar el cuello cuando andaba por el campo, el bosque, los parques… para no mirar al suelo, para no reinventar aquella

putrefacción entre la hierba y los hierros oxidados.

Sin duda aquella muerta tenía que estar en su colección de nombres. Finalmente el pendiente fue a parar al cajón de la M, para hacer compañía a Milagros (la tía soltera), Manuel, Montxo, Miguel, María (con este nombre había seis personas distintas) y Marc. -¿La muerta con Marc?.- se dijo-. No le gustaba la idea… pero así son las cosas del alfabeto: inexorables y ordenadas, sin excepciones.

****

Pegados a la impresionante columna de hormigón, en el fondo de aquel barranco, se sintieron como pretendían: como dos pajarillos indefensos, como seres insignificantes, como una hoja que arrastra la corriente en la acequia. Y Christian le aportaba la dosis de confianza y seguridad que contrarrestaba aquella sensación de finitud y vulnerabilidad. Miraba hacia arriba con ojos de espanto. Una enorme pieza de hierro colgaba sobre sus cabezas suspendida de un artefacto de cadenas y ganchos. El viento soplaba intenso encañonado entre aquellas rocas sobre las que aferraban sus pies. Y todo se balanceaba: roca, hierro, hormigón...

La cabellera se mete en los ojos y suena el móvil rompiendo todo en mil pedazos.

– ¡Esta tía! – se dijo- parece que está en el mundo para joderme…

No contestó la llamada y, tratando de poner el móvil en silencio, se le escurrió entre las costuras del pantalón y fue a parar al fondo oscuro. – Mierda!. – Siempre tan vulgar y malhablado cuando andas conmigo – dijo Christian-. – ¡Joder!, Christian, tío. Acabo de perder el móvil.

Salieron de allí al cabo de una hora. Consiguieron ver cómo colocaban aquella viga de hierro en su sitio mientras el viento hacía sus cortes en los labios del amigo. Un poco de crema. – ¿Conduces tu ahora?... No, hombre. Mejor tu – contestó Christian. Giró la llave y no escuchó el motor. El cambio de presión de había dejado medio sordo.

Hablaron y hablaron durante todo el trayecto. Habló más él que el rumano, como de costumbre y llegaron a la ciudad de madrugada.

Christian se quedó en el andén de la estación del norte, como siempre. Y fumaron un par de cigarros hasta que salió el tren. Nada de despedidas y ninguna frase que sonara a la posibilidad de próximos encuentros.

- Ha sido alucinante, ¿no tío?... aquellos gigantes encima de nuestras cabezas.

- Cuando levanten la última planta del Gran Hotel, nos colamos de noche en la obra y subimos hasta lo más alto del andamio. ¿de acuerdo, amigo? – dijo Christian-

- ¡Hecho!. Estamos pendientes de eso y quedamos.

Hicieron el gesto inconfundible y olieron juntos a gasóleo junto a las vías. Le dio una canica a Christian. Él las ponía juntas en una bolsa y las colgaba de una de las barras de madera de su cama. Ya debía haber 12 o 13 de aquellas bolitas de vidrio. Tantas como encuentros con su amigo.

Esa noche durmió plácidamente, pero al despertar le vino a la memoria la imagen de la muerta. Entró en el vestidor y se puso una camiseta blanca de tirantes. Miró su mueble de niña repleto ya de muchos nombres y pequeños objetos. La mancha que hizo la leche ardiendo había adquirido el color de la herrumbre. Se frotó los ojos y volvió a verla. Como cera, llena de tierra negra y verdín. Ni el agua de la ducha limpió aquella sensación y creyó verse junto a las caderas manchas azuladas de cadáver. Volvió a la cama. Sin móvil nadie le molestaría en aquella mañana.... Sonó el fijo. Saltó el contestador. Anita, con su voz angelical, pedía perdón si es que le había despertado... - como no me coges el móvil, me preocupé - dijo en el mensaje-...

En su imaginación, el rostro de la muerta y la voz de Anita se fundieron como si se tratase de la misma persona. En las yemas de sus dedos, el roce con una piel limpia - su propia piel- que ahora le asqueaba sin motivo alguno. En la galería del edificio la voz de la vecina de arriba que entona un cántico religioso - al menos eso le parece a él-... "yo pequé... Jesús, perdón... yo pequéeee"...

2010/06/23

Capítulo 5. Aquel verano tiempo atrás...


Desde que su madre le avisó para que la llevara a las fiestas del pueblo, le rondaba la idea de marcharse y pasar allí, en la casa familiar, los tres meses que necesitaba para encerrarse en sí mismo y preparar el examen. 60 temas complejos de lenguaje enrevesado que requerían la ordenada vida de un monje en claustro de alabastro. Madrugar, desayunar con profusión y lentitud para digerir bien, ducha y al tema… comida, café y al tema… y así sucesivamente…

La casa del pueblo llevaba años cerrada. Habían decidido traer a la madre a la ciudad, por la edad y por no hacer tantos kilómetros cada vez que la vesícula biliar le retorcía los intestinos y le borraba el color de la cara a la señora. Al contrario de lo que se podía esperar, mamá se instaló en su piso de barrio en una de esas calles de buen vecindario. Pronto hizo amigas, infusiones en el bar de la esquina, partidas de cartas y mucha, mucha conversación… Al pueblo solo era absolutamente necesario volver para el Cristo. Él la llevaba gustoso. Ella se ponía su mantilla de blonda y compraba sus velas azuladas para buscar la protección y el consuelo de la fe. Él subía al cerro y fumaba todo lo que se puede fumar mientras escuchaba a lo lejos el redoble del tambor y el volteo de campanas… los cigarrillos se consumían casi tan rápido como las cerillas. Siempre hacía lo mismo: fumar compulsivamente en la pequeña montaña que abrazaba su pueblo mientras la gente seguía paso a paso la cadencia de la marcha de procesión. Al escuchar el toque final de campanas se metía en el coche y esperaba a su madre en casa estirado en el sofá…

-¿Nos vamos ya o quieres pasar a saludar a alguien más?... Cuando quieras, entonces…

En el cerro observó los cabellos dorados de aquel tipo que le daba la espalda. No era del pueblo, porque en el pueblo todo está controlado, todos están registrados, nadie es extrañado hasta que no “falta”… CHRISTIAN, así se llama el rumano que pasea a su perro mientras todos los pies del pueblo se acompasan en la procesión… casi todos…

- Mamá, te dejaré en el piso y me vuelvo mañana mismo al pueblo, está decidido… Necesito concentrarme…

Recogió algunas cosas del piso: los apuntes, el bañador, el portátil… Creo que no se le olvidó nada. Bueno, en las tiendas del pueblo habrá lo imprescindible.

Al llegar, de nuevo, tres días después, los banderines de las fiestas habían sido ametrallados por un pedrisco tremendo. Cuando se invoca a los santos pidiendo lluvia, a veces, pasan estas cosas. Entró en la casa en la que había pasado toda su infancia. Se tiró en la cama de cuerpo y medio con dosel en la que había nacido. Se miró en el espejo polvoriento de la alcoba del primer piso y se vio atractivo, aunque las canas comenzaban a pintarle ya en las patillas.

Llegó Christian. Un mono blanco lleno de manchas azules y los auriculares puestos. Se los quita, saluda, le habla de “usted”. Despliega la escalera y pincha con un destornillador el bote de pintura hasta destrozarle los morros de latón. Remueve con un sarmiento la densa nata y moja la brocha nueva. No silba, no canturrea… Su lacia melena se mueve al compás de las pinceladas. Él no puede creerlo… venía a estar solo, a estudiar como loco, a encerrarse en la recámara de sus pensamientos. Mamá ha decidido pintar la casa este verano. Toda la casa, estancia por estancia. Y no me dijo nada en el coche ni a la ida ni a la vuelta… ¡esa mujer!...

Lleguemos a acuerdos razonables, Christian… Nada de música mientras pintas. Nada de hablar de usted, y paramos juntos a fumar. -No problema!..., contesta el rumano… -Pero yo no fumo tanto como tu!.

Desde ese mismo día Christian se convirtió en una de las personas más especiales que jamás conoció. Un hombre inteligente que decidió marcharse de Rumanía y que se gana la vida trabajando en cientos de oficios diferentes. Todo lo hace bien… pero su virtud más destacada es que no pretende nada nunca… sólo vive y deja vivir. Aquel verano se convirtió, por obra y gracia de Christian, en “el verano”. El olor de pared recién pintada, el cloro de la piscina, los montones de ollas, cazuelas y sartenes en la pila; los cigarros en el huerto, las risas. Amigos por dos meses. Todas aquellas sensaciones se grabaron de tal modo en él que, cada vez que siente punzadas en el pecho, trata de recuperar alguna de aquellas cosas: olores, sabores, colores...

Christian terminó su trabajo y se marchó con una cuadrilla de encofradores a Portugal. Estuvieron un año sin verse… sólo algún telefonazo de vez en cuando y muchas, muchas cartas… de las de toda la vida: de tinta y sudor.

Sacó la oposición con buena nota y esto le llevó a la posición económica en la que ahora se encuentra. Toda la familia vio seguridad y seriedad en su rostro desde aquel verano. Y nadie, absolutamente nadie de “su entorno” conoció jamás a Christian.

Suena el teléfono… casi nunca lo coge. Pero hoy hubo suerte:

- Hey, Cristian, tio… en dónde te metes, vampiro!!!... Tengo un plan… Te vienes a visitar conmigo las obras del viaducto del tren de alta velocidad?... Una pasada…! 19 kilómetros de viaducto… Impresionante. El sábado a eso de las 10… donde siempre… ok?.

Christian era ese amigo fiel con el que siempre se cuenta. Amigo solamente suyo (al menos eso le gustaba creer). Con él hacía los planes más pintorescos: visitaron el cementerio judío de Praga juntos. Fueron a ver cómo las gaviotas rebuscan entre toneladas de basura en la planta de tratamiento de residuos. Comieron mazorcas asadas de maíz después de recorrer a pie un enorme campo y de dejar el coche en el arcén de la autovía con las luces de avería puestas durante horas. Le llevó a ver zarzuela a Madrid (algo que nunca confesaría a nadie) y contemplaron cómo ardía un edificio de 12 plantas desde la terraza de otro contiguo mientras se comían una sandía.

Con él podía plantear las cosas más absurdas y los planes más extraños sin sentirse raro o extraño. Con su amigo todo discurría con la naturalidad con la que uno abre la tapa de un yogurt. Sólo con Christian.... él era el único con el que no necesitaba hacer ninguna pose, ni pensar lo que iba a decir o hacer.

Christian es azul. En un papel de seda de los que tiran por el campanario abajo cuando entra el Cristo en la iglesia. Un papelillo de “aleluyas” tiene ahora el nombre del amigo particular, del rumano que acompañó su vida retirada aquel verano, que le devolvió los buenos sentimientos hacia su pueblo. Nunca más volvió a subir al cerro a fumar. No podría sin emocionarse. Y un hombre como él no se emociona, y menos en público… sólo Christian le podría ver llorar, sólo a él se lo permitiría.

Pero Christian nunca está. Siempre anda en otro lugar, a muchos kilómetros. Se encuentran cuando se puede: o sea, casi nunca. Nunca anda haciendo lo mismo. Es un nómada cuyo único objeto en la vida parece ser que vientos diferentes levanten su melena y enreden esos cabellos…

Christian siempre se va. Pero siempre está ahí: en el cajón de la CH. En casa hay una lata de cerveza vacía en un armario de la cocina. La única vez que estuvo en su piso fue para tomar una cerveza, una sola. Y jamás tiró la lata… Ahora una pila de platos de postre que nunca usa arrinconan esa lata al fondo.

“santo Cristo del Calvario

desde el cerro, faro vigía.

Acompañadnos en la muerte

y guiadnos en la vida”.

-Este cigarro en tu honor… Christian.

Un humo denso desdibujó la imagen del amigo… No podía creerlo. Después de 9 meses reencuentro… junto a la estación del norte. De allí a las obras del tren unas horas de conversación y risas en el coche. Cena en carretera y hasta la próxima… Así era siempre, o casi siempre.