Marina me ha traído este precioso cuaderno de Florencia. No
pude ir con ella porque últimamente no me salen las cuentas. Después de
acariciar sus tapas de piel marrón, de pasar suavemente mis dedos por los
surcos del grabado que lo adorna, he decidido estrenarlo. Sin esperar más.
Querido diario… Me hace sonreír esta forma de comenzar, pero
es la de todos los diarios. Ya lo quiero, si. Me acompañará hasta que se agoten
las páginas blancas que cosieron para darle forma de libro. Y debo quererlo si
es que va a ser mi compañero en estos meses…¿quién sabe si serán años?. Porque
no pienso ligarme a él con espíritu de obligado cumplimiento. Escribiré cuando
tenga ganas de hacerlo y ya… Y, conociéndome, no creo que sea cada día. Con
esta decisión y de ese modo ya desvirtúo su nombre: “diario”, lo sé. Pero él –mi
diario- sabrá perdonarme, espero.
Gracias Marina. Si alguna vez vuelve a ti este hermoso
cuaderno, quiero que sepas que acertaste con el regalo. Siempre aciertas
conmigo, querida amiga.
Debo empezar por lo que fui para llegar a ser lo que soy. Y
debo usar esta lengua que fue la mía (aunque ya casi no lo es… dejé de usarla,
o ella dejó de usarme a mí, si es que las lenguas tienen alma y pueden elegir).
En los años tiernos de mi infancia, cuando me llevaron a aquel internado cerca
del río Segura, a fuerza de tortazos, olvidé la lengua en la que me criaron, en
la que aprendí las primeras cosas de la vida. Pero no, no me costó olvidarla…
fue fácil comenzar a usar esta otra, que también es mía, porque siempre hubo un
actor (seguramente pésimo) dentro de mí, y cambiar de nombre y de idioma me
ayudó con el nuevo personaje que había de representar durante algunos años. Me
comenzaron a llamar por mi apellido: Boronat. Y mi nombre propio no quedó ni
para la firma. Y comencé a leer, escribir, odiar, nombrar, esperar y rezar en
esta lengua en la que comienzo mi diario. Insisto, no fue dramático para mí… al
menos en aquel momento. Lo asumí como asumí tantas cosas absurdas que tenían
que formar parte de mi día a día: por ejemplo aquella ley que mandaba que las
puertas debían estar siempre abiertas en los tiempos de estudio (aunque la humedad
horrible se paseara de cuarto en cuarto hasta dejarnos tiritando), de modo que
los corredores de aquel viejo edificio eran un laberinto de luces amarillentas
que caían tenues sobre las baldosas blancas y negras del suelo. Reflejos de
luces, sonidos de tos que se alternaban aquí o allá, pasos perdidos de quienes
vigilaban que el silencio no se rompiese bajo ningún concepto. Sí, todo aquello
quedó lejos, muy lejos de quien soy ahora, pero es mío, absurdo y viejo, pero
mío.
Ya no uso esta lengua, no. Ahora vivo en un lugar en el que
solamente estamos unas cincuenta personas, y ninguno de nosotros necesita
expresarse de otro modo que con gestos, sonrisas, abrazos y en aquella lengua
que aprendí de pequeño y que ahora estudio para poder escribir, amar, vivir y
esperar… Joan me pasó una gramática catalana que estudio cada día. Voy
progresando, pero aún no me atrevo a escribir en mi nuevo-antiguo idioma… Me
inculcaron el pudor de los errores ortográficos también a fuerza de tortazos.
Cuando vivía en aquel lugar enorme y desangelado, rodeado de
ojos curiosos, tristes, adolescentes, masculinos y singulares, solamente se
notaba mi origen cuando me tocaba leer la epístola en la misa. Mis “s” sonoras
y mis “ll” pronunciadas con vigor y fuerza, daban a aquellos textos sagrados un
tinte rústico, campestre. Una sonoridad que hacía reír a los que venían de más
al sur, exactamente igual cómo a mi me hacía sonreír aquella forma peculiar de
hablar de casi todos mis compañeros. De ese modo, mi idioma siempre sonó
mestizo, cargado de olores de azahar, de poemas de Miguel Hernández (que
aprendía de memoria), de ramas de palmera y acequias que, pintado de leves
trazos de telares alcoyanos y salitres del puerto de Denia, no era exactamente lo
que tenía que ser. Era (y aún es, creo) mi versión particular.
Cada vez que abría la boca para quejarme me la tapaban con argumentos
incontestables: “más sufren los niños en África”. Cada ocasión que tenía para
expresarme como yo, como uno, era segada con hoz de oro en pos de “la
comunidad”. Cada día que pasaba era menos yo…pero aquel también era yo, también
soy yo. El de los ojos verdes (que ya han perdido su brillo), el de los brazos
fuertes que tantas veces sujetaron a uno u otro para que no sucumbieran, y el
de la voz tan grave que, ya con aquellos pocos años, entró directamente a
formar parte de la cuerda de los barítonos en la “scholla cantorum”. Un niño
con voz de hombre, ese era yo. Me cuidaron cuando estuve enfermo (pocas veces,
la verdad) y me trataron siempre como un extraño porque nunca acabé de encajar
en aquel pavimento de ajedrez. No fui peón, ni rey, ni caballo, ni torre.
Siempre miré pasmado aquellos movimientos, los repetí y traté de pasar
desapercibido, aprendí a jugar, pero nunca quise ganar partida alguna. Y como
no gané, dejé el juego, el tablero y las reglas de aquel castillo.
Ahora vivo más cerca del mar, no me faltan amigos, tengo un
trozo de pan, mi guitarra, algunas flores en la terraza y los ojos verdes… Sí,
eso no cambia.
Tengo deudas, alguna botella de buen vino en la despensa,
algún amor fugaz y sábanas blancas que pongo siempre cuando viene (el amor
fugaz, claro)… Pero viene poco, no entiende mi vida apartada, casi de ermitaño.
Se enfada cuando me paro a hablar con las vecinas. Siempre se lleva algunas
flores de la terraza o algunos dulces del horno, pero no se queda nunca mucho
tiempo.
También tengo un campo pequeño con olivos y viñas. Un par de
cajas sobre la mesa: una con tabaco (siempre lo consigo cuando alguien baja a
la ciudad y se acuerda de mi y de mi vicio más evidente) y otra con recuerdos.
La segunda siempre pienso en quemarla cuando llega san Juan, o san José…es
decir, cuando llega la primavera o el verano, cuando cambia la estación y se
siente la necesidad de deshacerse de algunos pesos. Me pasa cada año, es como
si el anhelo de ser realmente libre retornase con el buen tiempo y el aroma de
las flores del cerezo. Pero el caso es que ahí sigue mi caja de recuerdos:
cerrada, intacta, perenne.
Ya no tengo mi bici (tuve que venderla el mes pasado para acabar de pagar los canalones nuevos del tejado de atrás) ni la pajarita negra que me
ponía para cantar en la coral. Esa la perdí la última vez que bajé a la
ciudad…quién sabe en qué callejón. Tampoco está ya Valent, mi perro fiel. Ni mi
amiga María a la que escribo cada día 8 de mes a su casa de Trápani. Se marchó
persiguiendo a su hermoso siciliano y allá sigue: sin él, pero tranquila. Al
menos eso dice cuando responde mis cartas. A ella, a mi perro callejero y
libre, y la bici, son las cosas que más añoro, las que más me faltan… Y perder
la pajarita fue como perderme un poco a mí mismo, como dejar atrás, abandonado
en un callejón de la ciudad, aquél chico que fui…que quizás siempre seguiré
siendo.
Cogeré un papel azul y me pondré a escribir a María… luego
seguiré contigo “querido diario”.
Aquí estoy de nuevo, querido. Dispuesto a comenzar con el
presente. Porque tú te alimentas de relatos frescos del día a día, no de las
cosas que sucedieron. Eres mi diario, mío. No mis memorias, que posiblemente a
nadie interesarían jamás. Y debo serte fiel y darte tu alimento si quiero que
me acabes queriendo.
Así que comenzaré por hoy, y sólo acudiré a ayer cuando me
asalte, cuando me embista un recuerdo. Tampoco en eso pondré límites. Si
tenemos que estar juntos tú y yo, diario, tendremos que respetar nuestros
espacios de libertad… ¿trato hecho?.
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada