2010/11/17

El coleccionista de letras. Capítulo 8. Letanía


Anita pasó por la farmacia y compró todo lo necesario.

-Que no…, ¡ya te he dicho que no me debes nada...!.

Después de discutir un rato sobre el pago de los medicamentos, no le quedaban fuerzas para otra cosa que no fuese abandonarse al ejercicio arduo de distraer su pensamiento.

Se centró en la repetición de la lista de planetas del sistema solar... Los repetía como un tantra oriental, como las letanías de la santísima virgen que había oído cientos de veces en la iglesia del pueblo junto a su abuela en las tardes mortecinas de otoño, a la hora del rosario.

- Si, veré si soy capaz de reconstruir la secuencia compelta: Mater amabilis, ora pro nobis. Mater admirabilis, ora pro nobis...

El latín se reveló terapéutico. La cadencia de aquellas jaculatorias le iba dejando un cierto ritmo de vals, una parsimonia ceremonial, una sensación de anestesia.

Aunque lo cierto es que era el efecto del puñado de pastillas que le recetó el médico... Amoxicilina, ora pro nobis. Penicilina, ora pro nobis...

Despertó en un charco de sudor que empapaba la funda del sofá de piel. Se arrancó la ropa con un asco indescriptible y se metió en la ducha de nuevo. Un viento recio resoplaba por las rendijas de la galería acristalada y perdió el conocimiento al salir tropezando con la mampara.

Así le encontró Anita: desnudo, indefenso, temblando... Vulneró su intimidad y le arrastró como pudo hasta la habitación. Llamó una ambulancia y la siguió con su coche hasta el hospital. Al sacarle en camilla le miró mientras le trasladaban hacia adentro. Parecía de cera, de mármol, de yeso... Después del ingreso por urgencias volvió al piso. Hizo girar la llave y encendió todas las luces que iba encontrando a su paso, como si necesitara toda la luz del mundo, toda la energía…

Anita traspasó los límites de lo permitido y entró al vestidor a coger algo de ropa. Haberle dejado en cueros en la camilla la tenía nerviosa. Vio el mueble de las letras. Aquel juguete de niña colocado como sobre un altar, bajo los focos del espejo. No se atrevió a mirar más que un cajoncillo que estaba entreabierto, el de la letra A. Vio su nombre escrito junto al de otras personas que ni siquiera conocía. Había también algunos diminutos objetos: una cerilla, una cuenta de collar, un llavero...

No preguntaría nada, pero aquel mueblecito de muñecas le causó un impacto tan grande que deseó fugazmente en las cavernas de su alma que él pasara muchos días en el hospital para tener las llaves de su casa mucho tiempo y poder volver a aquel santuario presidido por esa especie de “sagrario rosa”.

- ¿Cómo he podido desear una cosa así?, se dijo. No, lo que quiero es que diagnostiquen pronto qué narices le pasa... Si, eso quiero. Verle bien…

Las llaves quemaban en su mano izquierda. Mientras aparcaba cerca del hospital, un remolino de bolsas de plástico y hojas secas se cernía sobre su parabrisas. Tocó de nuevo aquellas llaves con fruición de delito y las tiró al fondo de su enorme bolso.

Casi se rompe un tobillo al encajar un tacón en un sumidero. No, no fue nada. Tiene que mantenerse erguida y sana para cuidarle. Ella se ha dado a si mismo el cargo y la carga: la de ser “la única” que se ocupe de él y de sus cosas mientras esté en el hospital.

- ¿Es usted su pareja?, le preguntó la enfermera- hipopótama que se abalanzó sobre ella en la sala de espera con los brazos en jarra y la mirada perdida.

- No, bueno, si...

- ¿Si o no?. Bueno, a mi no me importa eso. La cosa es que su “¿amigo?” ha entrado en coma. No puedo decirle más. Si quiere alguna información hable con el doctor que lleva el caso.

Salió de aquel lugar y una ráfaga de aire gélido la empujó contra una papelera a la entrada del hospital. Sintió una punzada en la cadera y otras dos en cada uno de sus ojos. Lloró tanto y se sintió tan mal que se echó en el coche en el asiento de atrás y así pasó más de una hora. Con las manos se tapaba los ojos y los restregaba hasta hacerse daño… Respiró profundamente tres o cuatro veces. Ensayó un poco cómo dar aquella noticia y se le quebraba la voz. La cuarta vez ya se notó más segura de poderlo hacer y lo hizo.

Cogió el teléfono. El de él. Sólo había un número registrado. Llamó a un tal Christian al que no conocía de nada. Un nombre que jamás había oído pronunciar a su “¿amigo?”.

Escuchó aquella voz varonil al otro lado, con aquel acento de extranjero. Y dijo:

- Está en coma. No se que hacer. Soy Anita su..., bueno, Anita. ¿Puede usted venir al hospital del lago?.

Cuando Christian escuchó la voz de aquella chica asustada supo, después de toda una vida, lo que significa la palabra ternura...