- Mientras el pozo de agua, seguiremos sembrando melones en esta
tierra buena rodeada de desiertos y espartales.
Está todo preparado, Atanasio?
- Si, señor, todo preparado.
- Vamos pues que tenemos un trecho hasta Lorca.
El camino y la cadencia parsimoniosa de los caballos. Las piedras que
nadie retira de la carretera y que parecen clavarse en los riñones a
pesar de los cojines confortables de la calesa. Y el sol, el sol
tibio de la amanecida por los caminos que llevan desde el cortijo
hasta Cuevas del Almanzora y, desde allí, hasta la vecina cuidad de
Lorca.
Las camisas de hilo, cosidas a medida y confeccionadas por manos
expertas. El mejor sastre de la comarca. El sombrero ladeado sin
impostura, sin afectación. Elegante, pero ¡nada de ostentaciones!.
Meñique, corazón, anular... uno tras otro y con la parsimonia de
quien no tiene prisa va sacándose los guantes. Primero una mano,
luego la otra. Atanasio sujeta las riendas con la izquierda, los
guantes del señor con la derecha. Todo limpio, pulcro, segundo a
segundo repetido como la última vez, como en el anterior viaje, le
espera en la calle bajo la sombra de una acacia vieja.
Y de nuevo el camino. Tras frotar los dedos con fruición entre los
tejidos y elegir bien sin discutir demasiado con el sastre, de nuevo
a la hacienda. Ahora el sol aprieta, conviene aflojar el nudo de la
corbata y tener el pañuelo a mano para ir secando el sudor de la
frente a intervalos acompasados al sonido de la herradura y el cuero.
Y el silencio de los polvazares. Un silencio rítmico que no escucha
más que el grito de las espaldas calientes de las cigarras.
Al descender del carruaje, un jarro de cristal traslúcido con agua
fresca y unos limones partidos en un platillo por si hay que romperle
la sencillez a las gotas que resbalan y mojan las servilletas
blancas.
-Traete un melón, Atanasio.
Y él camina hacia el huerto cercano, saca su pequeña navaja y corta
uno hermoso, grande como un planeta, esfera cuasi perfecta. Cuando ya
ha dado seis pasos hacia la casa, vuelve. Corta otro y otro más y
elige algunos con la mirada. Los sopesa, acaricia la suavidad de su
corteza y los deja flotar o hundirse en la balsica que hay
junto al pozo. Que vayan refrescando...
Con cuchillo largo de empuñadura de plata lo abre el señor sobre el
mantel de lino. Un cerco de roja sandía quedará para la refriega de
manos y jabones que habrán de darle luego. Y se resquebraja dejando
a la vista la constelación de pepitas con las que la lengua tendrá
que mostrar su destreza.
- Dáselo al puerco. Tráete otro, Atanasio...
Y los puercos encajando sus ocicos entre mitades de sandía en los corrales, mojando las durezas de sus pelos tiesos y mordiendo
ansiosos entre gruñidos.
Entre los melones que Atanasio va cortando y poniendo a refresacar en
la balsica ya se huele a jabón de casa y alguien lucha
airadamente con los nudillos y la fuerza de los puños cerrados para
sacar los medallones de jugo de sandía que pusieron el mantel
perdido.
-A la tercera, la vencida. ¡Este si es dulce y jugoso como habrían
de ser todos...! Ponlo al fresco y lo matamos del todo a la hora de
la cena.
- Si, señor, como disponga.
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