He sentit tantes
vegades allò de “encara no ho hem vist
tot”... o això altre de “no
tinc jo passat ni res”...
Si, certeses de
vells i velles que "paren les orelles", que diuen les veritats viscudes com sàvies paraules apropiades
per tot i per a tots en qualsevol situació.
Algunes coses
viscudes en albirar la meitat de la vida que un espera viure i... "el que ens
queda encara per passar", diuen. I no totes les experiències són iguals. Algunes d’aquelles coses viscudes obrin solcs que només un sap com en són de profunds i quines llavors hi has
plantat.
ENCARA N’HEM DE
VORE MOLTES I PASSAR-NE UNES QUANTES MÉS, així és i així ha de ser. Però si es
viuen i passen i el fruit és la DIGNITAT,
haurà pagat la pena, cert!.
De les coses que
he llegit darrerament, a les bones i llargues vesprades de l’estiu. Bones com
olor de jacint, llargues com unes cames que millor no recordar, per no ferir-se
o nodrir desigs. Allà va:
... Creo que el colmo
de la desesperación de mi madre fue mandarme con una carta para un hombre que
tenía fama de ser el más rico y a la vez el filántropo más generoso de la
ciudad. Las noticias de su buen corazón se publicaban con tanto despliegue como
sus triunfos financieros. Mi madre le escribió una carta de angustia sin
ambages para solicitar una ayuda económica urgente no en su nombre, pues ella
era capaz de soportar cualquier cosa, sino por el amor de sus hijos.
Hay que haberla
conocido para comprender lo que aquella humillación significaba en su vida, pero
la ocasión lo exigía. Me advirtió que el secreto debía quedar entre nosotros
dos, y así fue, hasta el momento en que lo escribo.
Toqué el portón de la
casa, que tenía algo de iglesia, y casi al instante se abrió un ventanuco por
donde asomó una mujer de la que sólo recuerdo el hielo de sus ojos. Recibió la
carta sin decir una palabra y volvió a cerrar. Debían ser las once de la
mañana, y esperé sentado en el quicio hasta las tres de la tarde, cuando decidí
tocar otra vez en busca de una respuesta. La misma mujer volvió a abrir, me
reconoció sorprendida, y me pidió esperar un momento. La respuesta fue que
volviera el martes de la semana siguiente a la misma hora. Así lo hice, pero la
única respuesta fue que no habría ninguna antes de una semana. Debí volver tres
veces más, siempre para la misma respuesta, hasta un mes y medio después,
cuando una mijer más áspera que la anterior me contestó, de parte del señor,
que aquella no era una casa de caridad.
Di vueltas por las
calles ardientes tratando de encontrar el coraje para llevarle a mi madre una
respuesta que la pusiera a salvo de sus ilusiones. Ya en plena noche, con el
corazón adolorido, me enfrenté a ella con la noticia seca de que el buen
filántropo había muerto desde hacía varios meses. Lo que más me dolió fue el
rosario que rezó mi madre por el eterno descanso de su alma.
Cuatro o cinco años
después, cuando escuchamos por radio la noticia verdadera de que el filántropo
había muerto el día anterior, me quedé petrificado a la espera de la reacción
de mi madre. Sin embargo, nunca podré entender cómo fue que la oyó con una
atención conmovida, y suspiró con el alma: - ¡Dios lo guarde en su Santo Reino!.
(Gabriel García Márquez.
Vivir para contarla. P. 161)
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