2013/04/08

Diari de Joaquim. 9 de abril de 1974


Habrás observado, querido mío, que desde hoy otra cosa más va a cambiar: tendrás que llamarme Joaquim, así, tal cual lo lees, no tiene dificultad ya verás. En los papeles que me ha dejado Joan para que aprenda bien mi lengua aparece así mi nombre y así será desde hoy. Nadie me llama así, nunca nadie lo hizo, pero tendréis que ir acostumbrándoos a verlo así escrito. Llamadme como os parezca mejor: amigos, familia, vecinos, diario… pero yo voy a llamarme así desde hoy mismo: JOAQUIM. Me gusta que tenga “q”, eso no cambia, pero además me gusta que acabe en “m”. Así lo he decidido y así lo habrás de aceptar, diario…recuerda nuestro trato: con libertad...

Hoy salí a pasear con Irene. Me encanta Irene. Voy a verla cada día y vamos a pasear un rato si hace bueno. Y hoy hizo bueno. Con ella no tengo que hablar de Kafka o de Schopenhauer, como solía hacer con mis compañeros de la facultad cuando vivía en la ciudad. Leía y leía, cosas densas, fundamentales, trascendentes y pretendía siempre estar a la altura de mí mismo cuando nos reuníamos en la plaza del negrito al atardecer para tener conversaciones sustanciales y elaborar frases ocurrentes mientras degustábamos las chocolatinas que venían acompañando al café. Con los dientes manchados, sentíamos el vértigo y la emoción de expresar las conclusiones a las que nos llevaban nuestras lecturas. Pero aquello era cansado, y siempre tenía un punto de vanidad que, a veces, me daba pequeñas punzadas en el pecho.
Con Irene hablo de las cosas que vemos. Ella es mayor, mucho mayor que yo. Sus 78 años cumplidos la hacen venerable. Sus cabellos siempre perfectamente dispuestos la hacen bella. Y sus dedos llenos de anillos no disimulan ya una vejez maravillosa. Con ella doy un paseo cuando hace bueno – esto ya lo sabes, diario mío- y hablamos de lo que sale. Todo superficial, sencillo, tenue, luminoso. Nunca hablamos de política, del destino final de las cosas o del porqué de los placeres y los días. Hoy fuimos hasta una masía abandonada. Yo miraba las tejas a punto de hacer crujir las vigas carcomidas para hundirse definitivamente en la oscuridad de los muros. Y le he escuchado la frase más filosófica que nunca dijo delante de mí: “també nosaltres hem de caure finalment” (¿entiendes el catalán, diario mío?. Estoy seguro que si, lo aprenderás conmigo a buen ritmo, confío).
Me gusta escucharla. Ella me dice cosas bonitas. Me da besos en la frente cuando nos encontramos por la aldea. Dice que soy guapo y que me quiere. Yo también la quiero a ella. Busco su compañía, su sonrisa. Hay en ella un extraño miedo en el fondo de sus ojos, pero lucha contra él cada día a fuerza de contar cosas divertidas, de cantar viejas canciones o de recordar a su madre, a la que nombra cada día, siempre… En esos momentos la pequeña sombra del miedo se desvanece y creo que es feliz, lo creo sinceramente. Le gusta que un joven treintañero la acompañe a pasear. Se pone guapa y se pinta un poco con un gusto exquisito. Se apoya en mi brazo izquierdo y buscamos caminos tranquilos casi cada día. Nunca me preguntó porqué vine a vivir a su pueblo, a esta aldea. Y eso siempre lo agradezco, porque no sé si puedo responder satisfactoriamente a esa pregunta: no es por trabajo, ni por amor, ni por ninguna de las buenas razones por las que las personas se instalan en un lugar que les es del todo ajeno. Así que prefiero que no me pregunte, porque tendría que expresarme con muchas palabras y ella y yo no nos expresamos nunca con muchas palabras.
En la masía abandonada había jacintos en flor. Su aroma nos ha hecho sonreír a los dos. Como la casa parece no tener dueños o, si los tiene, no van a disfrutar de ese aroma fuerte y recio, hemos decidido hacernos dos pequeños ramilletes. Su casa y la mía olerán igual por unos días. Hemos mirado las nubes y hemos saludado a unos ciclistas – ay mi bici, cómo la echo de menos!-. Y poco a poco hemos vuelto hasta la calle del agua, en dónde ella vive. Le aparté la cortina y recibí su beso liviano (nunca quiere mancharme de pintalabios rosado). Le ayudé a poner unas patatas nuevas que compró en la despensa y me despedí hasta mañana.
Al llegar a casa he cogido una pequeña vasija de barro que encontré el otro día y he colocado, sin gracia alguna, las flores. Una de esas flores viajará hasta Sicilia a casa de María. No sé si cuando cruce el mediterráneo dentro del sobre, le quedará aroma alguno, pero estoy seguro que a ella le gustará.
Tengo sueño, diario. Así que, como ya te di tu primera ración de “hoy” ya me voy a la cama. Sé que mañana estarás esperándome. Espero poder seguir contando contigo. Creo que estuvo bien que aparecieras en mi vida. Si, está bien. Todo está bien.   Tuyo, Joaquim.