Habrás observado, querido mío, que desde hoy otra cosa más
va a cambiar: tendrás que llamarme Joaquim, así, tal cual lo lees, no tiene
dificultad ya verás. En los papeles que me ha dejado Joan para que aprenda bien
mi lengua aparece así mi nombre y así será desde hoy. Nadie me llama así, nunca
nadie lo hizo, pero tendréis que ir acostumbrándoos a verlo así escrito. Llamadme
como os parezca mejor: amigos, familia, vecinos, diario… pero yo voy a llamarme
así desde hoy mismo: JOAQUIM. Me gusta que tenga “q”, eso no cambia, pero
además me gusta que acabe en “m”. Así lo he decidido y así lo habrás de
aceptar, diario…recuerda nuestro trato: con libertad...
Hoy salí a pasear con Irene. Me encanta Irene. Voy a verla
cada día y vamos a pasear un rato si hace bueno. Y hoy hizo bueno. Con ella no
tengo que hablar de Kafka o de Schopenhauer, como solía hacer con mis
compañeros de la facultad cuando vivía en la ciudad. Leía y leía, cosas densas,
fundamentales, trascendentes y pretendía siempre estar a la altura de mí mismo
cuando nos reuníamos en la plaza del negrito al atardecer para tener
conversaciones sustanciales y elaborar frases ocurrentes mientras degustábamos las
chocolatinas que venían acompañando al café. Con los dientes manchados,
sentíamos el vértigo y la emoción de expresar las conclusiones a las que nos
llevaban nuestras lecturas. Pero aquello era cansado, y siempre tenía un punto
de vanidad que, a veces, me daba pequeñas punzadas en el pecho.
Con Irene hablo de las cosas que vemos. Ella es mayor, mucho
mayor que yo. Sus 78 años cumplidos la hacen venerable. Sus cabellos siempre
perfectamente dispuestos la hacen bella. Y sus dedos llenos de anillos no
disimulan ya una vejez maravillosa. Con ella doy un paseo cuando hace bueno –
esto ya lo sabes, diario mío- y hablamos de lo que sale. Todo superficial,
sencillo, tenue, luminoso. Nunca hablamos de política, del destino final de las
cosas o del porqué de los placeres y los días. Hoy fuimos hasta una masía abandonada.
Yo miraba las tejas a punto de hacer crujir las vigas carcomidas para hundirse
definitivamente en la oscuridad de los muros. Y le he escuchado la frase más
filosófica que nunca dijo delante de mí: “també nosaltres hem de caure
finalment” (¿entiendes el catalán, diario mío?. Estoy seguro que si, lo aprenderás
conmigo a buen ritmo, confío).
Me gusta escucharla. Ella me dice cosas bonitas. Me da besos
en la frente cuando nos encontramos por la aldea. Dice que soy guapo y que me
quiere. Yo también la quiero a ella. Busco su compañía, su sonrisa. Hay en ella
un extraño miedo en el fondo de sus ojos, pero lucha contra él cada día a
fuerza de contar cosas divertidas, de cantar viejas canciones o de recordar a
su madre, a la que nombra cada día, siempre… En esos momentos la pequeña sombra
del miedo se desvanece y creo que es feliz, lo creo sinceramente. Le gusta que
un joven treintañero la acompañe a pasear. Se pone guapa y se pinta un poco con
un gusto exquisito. Se apoya en mi brazo izquierdo y buscamos caminos
tranquilos casi cada día. Nunca me preguntó porqué vine a vivir a su pueblo, a
esta aldea. Y eso siempre lo agradezco, porque no sé si puedo responder
satisfactoriamente a esa pregunta: no es por trabajo, ni por amor, ni por ninguna
de las buenas razones por las que las personas se instalan en un lugar que les
es del todo ajeno. Así que prefiero que no me pregunte, porque tendría que
expresarme con muchas palabras y ella y yo no nos expresamos nunca con muchas
palabras.
En la masía abandonada había jacintos en flor. Su aroma nos
ha hecho sonreír a los dos. Como la casa parece no tener dueños o, si los
tiene, no van a disfrutar de ese aroma fuerte y recio, hemos decidido hacernos
dos pequeños ramilletes. Su casa y la mía olerán igual por unos días. Hemos
mirado las nubes y hemos saludado a unos ciclistas – ay mi bici, cómo la echo
de menos!-. Y poco a poco hemos vuelto hasta la calle del agua, en dónde ella
vive. Le aparté la cortina y recibí su beso liviano (nunca quiere mancharme de
pintalabios rosado). Le ayudé a poner unas patatas nuevas que compró en la
despensa y me despedí hasta mañana.
Al llegar a casa he cogido una pequeña vasija de barro que
encontré el otro día y he colocado, sin gracia alguna, las flores. Una de esas
flores viajará hasta Sicilia a casa de María. No sé si cuando cruce el
mediterráneo dentro del sobre, le quedará aroma alguno, pero estoy seguro que a ella le gustará.
Tengo sueño, diario. Así que, como ya te di tu primera ración de “hoy”
ya me voy a la cama. Sé que mañana estarás esperándome. Espero poder seguir
contando contigo. Creo que estuvo bien que aparecieras en mi vida. Si, está bien.
Todo está bien. Tuyo, Joaquim.
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