2011/10/25

Ropa vieja. el coleccionista de letras c.11


Quería quedarse a su lado. Por nada del mundo quería apartarse demasiado del lecho en el que yacía con los pies desnudos, con el semblante del color de una vieja vela de cumpleaños. Pero hay cosas que un hombre tiene que hacer sin pensar más. Hay que hacer todo como siempre se hizo. Elegir una lápida, firmar los papeles de los servicios funerarios, mirar por última vez dentro del ataúd antes de que el chico de los guantes blancos cierre la caja y empuje el carrito cubierto de terciopelo morado. Hay que repartir cosas al vecindario, poner la ropa buena sobre la cama y pensar qué hacer con ella y quemar o tirar la ropa estropeada o demasiado usada... Si, eso lo tiene ya claro... la lanzará en el contenedor enorme que hay junto al colegio. Ahí dice que esa ropa sirve para proyectos de desarrollo en el tercer mundo...¿quién sabe para qué narices la quieren?... pero es un modo sencillo de deshacerse de una parte del pasado que hay que enterrar... Si, conviene que todo se haga como siempre se hizo… como vio hacer a sus vecinas del pueblo cuando murió el padre de las cejas grises y el sombrero negro. Hay que sacar todo de los altillos, abrir cajas, cajitas y joyeros… A veces, dicen, aparece un fardo de dinero en el lugar más inesperado.

Al abrir el cajón más bajo de la cómoda encontró un montón de sábanas de hilo que hubiera sido un crimen tirar y una fotografía preciosa de una mujer de belleza indescriptible. Una larga melena ondulada y un flequillo brillante enmarcan un rostro sereno, sonriente, feliz. Guardó la foto y sacó las sábanas. Ellas serían la primera capa de una enorme montaña de ropa que iría aplastando el colchón hasta casi hacerlo rozar con el suelo.

Encendió la lámpara de la habitación y, furioso, se arrancó literalmente la camiseta… No podía llorar… Ni él mismo sabía a qué se debía aquella sequía de lágrimas, pero podía sacarse la pena haciendo trizas la camiseta calada de orificios y sudor…

Lo primero que había hecho nada más llegar era encender el fuego. Hacía un frío que congelaba los visillos. Los colores fríos de las paredes y de la colcha contribuyen a que todo sea gélido, pero él está ardiendo… de pena, de rabia, de confusión?...

Cuando salga de aquella casa, de aquel cuarto, buscará en su cobertizo el viejo motosierra… quizá funcione todavía. El vecino le dejará algo de gasolina y cortará un poco de leña. Necesita mantener caliente esa casa para dar destino final a tantas cosas, tantos trastos…

Cuando subió al avión sintió una fuerte punzada en el corazón. Dejarle ahí, en la cama del hospital y marcharse… pero no había más remedio… Había que enterrar a Gabriela, su madre… la única familia que le quedaba en todo el mundo. Después del entierro en la vieja iglesia de la aldea cercana a Buzâu recibió algunas visitas en casa. La hija de la vecina, que le dijo cientos de veces lo guapo que estaba con sus zapatos negros y su melena… que si él hubiera querido se hubiesen casado antes de que él decidiera marcharse de allí. Un viejo amigo de la infancia que andaba conduciendo un bus hasta la ciudad más cercana por aquellos caminos salpicados de excrementos de caballo y postes torcidos de la luz. La anciana maestra que le enseñó a leer al amor de la lumbre cuando no podía ir a la escuela. Le enseñaba por las tardes a cambio de un poco de te, chocolate y un traguito de wisky… Había pasado tanto tiempo desde que se fue que pensaba que todo habría muerto, los árboles, las casas, los caminos, las gentes… pero ahí seguían, como si los hubiese dejado ayer.

La montaña de ropa era tan enorme que necesitaría un carromato para transportarla. Valentín se ofreció a ayudarle, pero quería hacer todo solo. Y no paraba de pensar en él, en la mirada inquisidora de Anita, en los restos de barro por aquel suelo cristalino, en el viento que soplaba el día que fueron a ver los viaductos, en sus ojos cerrados, en sus pies fríos.

Arrastró la mecedora del dormitorio de su madre hasta el comedor. Se sentó junto al fuego y lo miró. Lo miró como lo miran quienes lo aman, quienes se sienten seducidos por esa especie de sensación de vaciamiento que provoca cuando se lo mira fijamente. Así, medio desnudo ante el fuego… con los riñones helados y la frente empapada en sudor, Christian recordó las duras palabras del confitero que pensaba contratarle: - si te marchas ahora buscaré a otro, no puedo esperar a que vuelvas de tu país.

Si, había que hacer todo lo que un hombre tiene que hacer alguna vez en su vida. Pensar qué hacer con la casa… cerrarla y dejar que se acabe de caer de vieja, venderla, alquilarla, pegarle fuego y así engañarse a sí mismo pensando que su pasado se quemaría para siempre con aquella casa donde se había criado…

Lo único que tenía claro es que quería volver cuanto antes… volverse a dormir junto a aquella cama en el hospital esperando a que despierte del coma, volver a pisar las baldosas brillantes de su vestidor, volver a poner la cafetera en aquel piso… y no volver nunca más al lugar en el que ahora no podía ni siquiera llorar.

Sentía por su madre una ternura increíble, pero ella ya no iba a estar nunca más sentada en aquella mecedora. Y si ella no estaba, ni pueblo, ni patria, ni lengua, ni nación tenían sentido alguno ya para él… Si, volvería en cuanto consiguiera reunir el dinero necesario para poder pagar el pasaje. Por primera vez en su vida odió su modo de vivir “al día”… sin ahorro, ni tabla de salvación en un “por si acaso”… Buscaría jornal al día siguiente para ir reuniendo lo necesario y volver de nuevo al lugar al que quería anclarse como buque junto al puerto, junto a él.

Servilletas, cientos de servilletas… manteles y más manteles… paños de cocina, decenas… Una casa pobre, si… pero ajuar completo y duplicado… lo de su madre y lo de la abuela… todo viejo, amarillento, guardado desde el fondo de los siglos para no ser usado nunca jamás…

Dispuso una caja de zapatos para poner las cosas que no pensaba tirar… lo que quepa ahí adentro y nada más… la vajilla y la máquina de coser para la vecina y los muebles y todo lo demás para los ladrones que se enterarán pronto de que ya se volvió a marchar y dejo la casa cerrada y llena de cosas… igual hay aun algo valioso… (se dirán). Así acaban muchas casas… desvencijadas por los comentarios de un vecindario que se define a sí mismo como una gran familia (todos se conocen) pero no es más que una manada de buitres al acecho de noticias para actuar rápidamente… -“para que se lo acabe quedando otro me lo quedo yo… después de todo nos conocíamos de toda la vida”.

Porque, ya se sabe, el sentido de la propiedad es tan relativo, tan personal, que lo de uno es de uno y lo de los demás, mejor en buenas manos... las de uno mismo... Este pensamiento le hizo sonreír… Si, me marcharé de nuevo en cuanto pueda… -igual hay suerte y puedo vender todo rápido.

Abrió el portátil… allí no tenía conexión pero quizás algún vecino… No, no hubo suerte…

Sonó el móvil… Anita preguntaba por todo y se mostraba sinceramente apenada por la radical soledad de Christian al quedarse sin resto alguno de familia ya para siempre… si la necesitaba para algo sólo tenía que decirlo. Es curioso, pensó… una persona recién llegada a su vida le enviaba cariños, condolencias y se ofrecía a ayudarle en todo lo que pediera necesitar. Quizás ella era el canal por el que le llegaba el único afecto sincero que le quedaba en el planeta… el de su amigo… o quizás esas cosas del más allá y de los muertos que nos cuidan desde otra dimensión...

No, mañana no hará más que cortar leña y apilarla cerca de la chimenea. Bajará el bar para informarse de cómo andan las posibilidades de trabajo. Y verá de enviar un mensaje a Anita dándole las gracias...

Pasado mañana, quizás, seguirá con la ropa vieja...

el fuego devora un tronco enorme y la pata de una silla vieja... A veces los grandes inendios comienzan con la pata de una silla rota.