2010/06/26

Capítulo 7. Letra incógnita


Después de lavarse la cara de nuevo, se decidió a abrir las cartas. Rasgaba los sobres con parsimonia y no ponía demasiada atención en el contenido. Todas eran formalidades, facturas, avisos e informaciones. Nada personal. Sólo Christian enviaba cartas verdaderas, en tinta azul y con retazos de alma impresos entre líneas.

En la factura del teléfono se puso a escribir nombres y más nombres. Esto le serviría para revisar a fondo su colección y para saber cuantos contactos telefónicos se habían perdido bajo los pilares del viaducto. Iba apuntando nombres propios y subrayando los que creía que formaban parte de su agenda telefónica. Se dio cuenta, al cabo de un rato, de que algunos contactos serían irrecuperables. La desazón le provocó una leve taquicardia. Tendría que contestar al teléfono sin saber quién llamaba, iría recuperando nombres y números progresivamente con una especie de tenue pánico: el miedo de coger el teléfono sin saber a quién encontraría al otro lado. Esta sensación le ponía nervioso, pero la pérdida del móvil traería esta y otras complicaciones.

Había iniciales para todos los cajones, menos para uno… Había un centenar de nombres subrayados, un buen número de contactos perdidos quién sabe si definitivamente, en algún caso. Gente del trabajo, amigos, familiares, personas, personajes y personalidades… Pero nadie, absolutamente nadie cuyo nombre comenzase por aquella letra. Conoce gente de muchos países. Nombres extranjeros y grafías imposibles. Pero nadie comenzaba por …

- ¡Qué extraño! – se dijo… A ver, un pequeño esfuerzo… seguro que hay alguien…

Rebuscó en su memoria e hizo todas las cosas que solía hacer en un día como aquel pensando solamente en nombres y más nombres. Trazó un mapa imaginario en su mente y fue recorriendo pueblos, países, calles y avenidas con la imaginación. En cada uno de esos lugares recordados surgían nombres y más nombres más o menos significativos. Y no hubo suerte… no salía nadie cuyo nombre comenzase por aquella letra. Anita, Bernardo, Carlo, Damián, Ernesto, Federica, Germán, Herminia, Ives, Joan, Karl… Persiguió el abecedario y llenó montones de papeles de nombres… y no hubo suerte…

En estos casos hay que hacer como cuando se pierde un objeto cotidiano: distraer el pensamiento, no obsesionarse y dejar pasar un buen rato. Pasado ese intervalo de tiempo, el objeto perdido aparece sin más, sin buscar, sin ponerse nervioso… Siempre le funcionaba eso y se convenció que esta vez también funcionaría. Dejaría el asunto en manos de la nada y seguro que surgiría en su memoria aquel nombre buscado que completaría la colección.

Seguía aturdido por la escapada con Christian, por el viento recio, la impresión de inmensidad y las horas de coche. Habrá que sumar el dolor de cabeza intenso que provocó la catarata de nombres que alumbró en su mente durante todo el día.

Volvió a sonar el teléfono… calmó la inquietud de Anita que ya estaba imaginando los pormenores de su entierro – siempre se ponía en lo peor, la pobre- y salió a comprar un nuevo teléfono. Se puso su uniforme de marqués, como un pincel… caminaba por las aceras como si acabase de bajar de un hermoso caballo… con altivez y poderío. Llegó a la tienda y, sin escudriñar demasiado, compró un móvil carísimo, lo activó y llamó a Christian. Era uno de los pocos números de teléfono que sabía de memoria.

- Hola, tío… soy yo… graba este número en tu agenda. Si, es mi nuevo número. Acabo de comprar un terminal nuevo.

Al otro lado Christian moría de la risa al escuchar el término “terminal” para referirse a ese trasto que todo el mundo llama “el móvil”…

- Mira que eres capullo, rumano – dijo él- No te burles de mi, hombre.

Las risas le agudizaron la presión que sentía en la cara, en las sienes.

Tomó un calmante y decidió salir a caminar. Era noche cerrada. Muchas veces salía por el parque de noche. Rondaba los álamos y cipreses. Fumaba un único cigarro en el mismo banco de siempre y acariciaba al mismo perro callejero que tenía la costumbre de pedirle un poco de cariño con su hocico entre las piernas.

Ya en la cama, la imagen de la muerta reapareció entre la multitud de nombres que caían como piezas de “tetris” sobre la pantalla negra de su mente. Se desplazaban a velocidad media de arriba abajo… Luis, Leandro, Lidia. M, N, Ñ, Oscar, Olatz, Ofelia. X, Y, Z… El abecedario seguía incompleto.

La oreja de la muerta hacía de “fondo de escritorio”, de imagen difusa bajo los nombres que no paraban de caer y diluirse al llegar abajo. Una oreja sin pendiente, Un pendiente sin oreja.

Iba a llamar a su médico, pero nadie toma bien una llamada de madrugada si no es por algo realmente importante. Y su fuerte dolor de cabeza no era tan grave como la guerra de Afganistan.

- déjalo ya, tio…-se dijo- . Mañana será otro día… seguro que hay alguien…

Lo cierto es que esta letra imposible era una letra común y corriente. Nada difícil, nada extraña. Pero resultaba increíble que hubiera conocido a un nórdico cuyo nombre empezaba por ese signo gráfico que parece el del conjunto vacío y que no conociese a nadie con la inicial de una simple…

Jeje… Le entró la risa recordando cómo le conoció y en qué circunstancias. Fueron los tiempos locos de garitos, cócteles y ropas estrafalarias. Nunca más supo de aquel vikingo borracho, pero si existe la felicidad sólo puede tener dos rostros: de colorado nórdico beodo o el de mujer alemana tumbada panza arriba sobre un enorme tiesto de flores rojas…

La muerta otra vez, las hélices de un helicóptero, la viga de hierro suspendida en el aire, el golpe de viento que le lanzó sobre un bloque de hormigón en el espigón del puerto, el “crack” de su muñeca cuando cayó de la bici, el olor de cebollas podridas del garaje del pueblo, los golpes del camión de la basura en la madrugada, una grapa clavada en el pulgar, un hilillo de sangre en las narices de José en la escuela infantil… imágenes superpuestas, entre tinieblas, recuperadas involuntariamente en la memoria.

Y vino la fiebre. Cuando venía todo alrededor se volvía redondo, grueso, circular…

El puro agotamiento y los sudores le hicieron perder la consciencia por un tiempo, unas horas llenas de relojes enormes, redondos, gruesos…

“el meu xiquet té soneta,

sa mare li cantarà

una copla de fandango

i desprès s’adormirà…”