2013/10/23

Vuire per contar-ho


He sentit tantes vegades allò de “encara no ho hem vist tot”... o això altre de “no tinc jo passat ni res”...
Si, certeses de vells i velles que "paren les orelles", que diuen les veritats viscudes com sàvies paraules apropiades per tot i per a tots en qualsevol situació.
Algunes coses viscudes en albirar la meitat de la vida que un espera viure i... "el que ens queda encara per passar", diuen. I no totes les experiències són iguals. Algunes d’aquelles coses viscudes obrin solcs que només un sap com en són de profunds i quines llavors hi has plantat.
ENCARA N’HEM DE VORE MOLTES I PASSAR-NE UNES QUANTES MÉS, així és i així ha de ser. Però si es viuen i passen i el fruit és la DIGNITAT, haurà pagat la pena, cert!.
De les coses que he llegit darrerament, a les bones i llargues vesprades de l’estiu. Bones com olor de jacint, llargues com unes cames que millor no recordar, per no ferir-se o nodrir desigs. Allà va:

... Creo que el colmo de la desesperación de mi madre fue mandarme con una carta para un hombre que tenía fama de ser el más rico y a la vez el filántropo más generoso de la ciudad. Las noticias de su buen corazón se publicaban con tanto despliegue como sus triunfos financieros. Mi madre le escribió una carta de angustia sin ambages para solicitar una ayuda económica urgente no en su nombre, pues ella era capaz de soportar cualquier cosa, sino por el amor de sus hijos.
Hay que haberla conocido para comprender lo que aquella humillación significaba en su vida, pero la ocasión lo exigía. Me advirtió que el secreto debía quedar entre nosotros dos, y así fue, hasta el momento en que lo escribo.
Toqué el portón de la casa, que tenía algo de iglesia, y casi al instante se abrió un ventanuco por donde asomó una mujer de la que sólo recuerdo el hielo de sus ojos. Recibió la carta sin decir una palabra y volvió a cerrar. Debían ser las once de la mañana, y esperé sentado en el quicio hasta las tres de la tarde, cuando decidí tocar otra vez en busca de una respuesta. La misma mujer volvió a abrir, me reconoció sorprendida, y me pidió esperar un momento. La respuesta fue que volviera el martes de la semana siguiente a la misma hora. Así lo hice, pero la única respuesta fue que no habría ninguna antes de una semana. Debí volver tres veces más, siempre para la misma respuesta, hasta un mes y medio después, cuando una mijer más áspera que la anterior me contestó, de parte del señor, que aquella no era una casa de caridad.
Di vueltas por las calles ardientes tratando de encontrar el coraje para llevarle a mi madre una respuesta que la pusiera a salvo de sus ilusiones. Ya en plena noche, con el corazón adolorido, me enfrenté a ella con la noticia seca de que el buen filántropo había muerto desde hacía varios meses. Lo que más me dolió fue el rosario que rezó mi madre por el eterno descanso de su alma.
Cuatro o cinco años después, cuando escuchamos por radio la noticia verdadera de que el filántropo había muerto el día anterior, me quedé petrificado a la espera de la reacción de mi madre. Sin embargo, nunca podré entender cómo fue que la oyó con una atención conmovida, y suspiró con el alma: - ¡Dios lo guarde en su Santo Reino!.


(Gabriel García Márquez. Vivir para contarla. P. 161)